México no lo supo el 11 de diciembre de 2023, pero algo comenzó a romperse para siempre en el seno de la familia más poderosa en la Sierra Madre Occidental. El Cártel de Sinaloa comenzó a morir la tarde en que María Consuelo Loera Pérez, la matriarca, descansó en paz. Sin ella, era imposible detener una guerra interna por el control de la mafia más poderosa. Y ese golpe levantaría disputas y heridas profundas por todo el país.
Hace 20 años el tablero criminal de México era otro. Había sólo siete cárteles de las drogas: el de Juárez, el de Tijuana, La Empresa (luego Familia Michoacana), el del Milenio (después Cártel Jalisco Nueva Generación), el del Golfo con sus temidos Zetas, el de Oaxaca (origen del hoy extinto Cártel de Istmo) y el más conocido de todos, el de Sinaloa.
Un puñado de criminales que, entre sus códigos de honor, ponían a la unión familiar por encima de todas las cosas: la traición al interior era impensable. Tenían un control vertical, no permitían rebeliones internas y mantenían comunicación directa con funcionarios locales que garantizaban el cumplimiento de los pactos.
Era un pasado tan lejano que en el vocabulario nacional no existían las palabras “jefe de plaza”, “pozoleado”, “tableado”, “narcofosa, “encobijado” o, incluso, a quienes no se les podía localizar se les llamaba “ausentes” y no “desaparecidos”.
Cada uno de esos cárteles tenía entre sus principales características contar con liderazgos familiares, o en pareja, bien establecidos e indiscutibles. Los jefes del crimen organizado eran los hermanos Carrillo Fuentes, el clan Arellano Félix, Nazario Moreno, los parientes Valencia, los brothers Cárdenas Guillén, la familia Díaz Parada y la dupla que conformaban Joaquín El Chapo Guzmán y Mario El Mayo Zambada.
Dos décadas después, México ya no tiene siete cárteles, sino entre 150 y 200 células, de acuerdo con la Plataforma de PPData. Hemos aprendido a decirles “brazos armados” a esos grupos desorganizados del crimen que tienen el mismo origen, pero que ahora pelean entre ellos y contra terceros provocando un baño de sangre.
Ahora se llaman Los Ardillos, Los Mojarras, Los Tequileros o Los Mazatlecos. Algunos tienen nombres folclóricos como Los Estúpidos; otros, temibles como La Tropa del Infierno. Unos aprovechan coyunturas, Comando Coronavirus, y otros toman influencias extranjeras, Los Talibanes. También están La Barredora, Los Sombra y Los Tanzanios. Tienen liderazgos débiles, traiciones por todos los costados y son tan violentos como efímeros. Algunos son añicos de cristales rotos.
A los cárteles, en teoría, se les podía manejar. Para eso estaban diseñados como estructuras monolíticas. Pero a los brazos armados no: el caos es su característica. Y serán el futuro dolor de cabeza del próximo sexenio, el que encabezará Claudia Sheinbaum.
En un funeral que duró dos días, Aureliano Guzmán Loera, de 67 años, ordenó resguardar con hombres armados el perímetro de La Tuna, en Badiraguato, Sinaloa. Sólo personas autorizadas podían llegar hasta la casa más notable del pueblo, a 100 metros de la iglesia, para participar en el sepelio de su madre y la habitante más famosa de la zona, doña Consuelo Loera, la mamá del Chapo, fundador del Cártel de Sinaloa.
Un día antes, doña Consuelo había fallecido por las secuelas que le dejó el covid-19 a los 94 años. Murió amada por su comunidad y admirada por su capacidad de aprenderse de memoria casi todos los pasajes bíblicos, según relatan los habitantes de la sierra, pero sobre todo era respetada por su liderazgo natural: su carácter fuerte solía ser el pegamento que juntaba a una familia dividida.
Cuando El Chapo fue detenido y extraditado en 2017 a Estados Unidos, sólo ella tenía la autoridad para aplacar las guerras que habían surgido entre sus nietos Los Chapitos y su hijo Aureliano.
Además, por conocerlo desde muy joven, influía en el ánimo de El Mayo Zambada, hoy detenido en Estados Unidos. Y podía con sólo pedirlo alinear a las otras facciones, como cuando logró una tregua entre los Arellano Félix y su hijo para evitar más muertes de sacerdotes, como la del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo en 1993. Pero su deceso cambiaría ese control de fuerzas, con su ausencia caía el último alfiler que sostenía un puñado de frágiles alianzas.
La primera señal se dio en aquel funeral en el Triángulo Dorado, la sierra que comparten Chihuahua, Sinaloa y Durango, la llamada “cuna del narcotráfico”. Cuentan que Aureliano tomó el control de las exequias y desplazó de su organización a sus sobrinos. Tanto que el asado de puerco que se sirvió, las rosas rojas esparcidas por los caminos del pueblo, y los invitados pasaron sólo por el filtro de Aureliano, también apodado El Guano, y sus sicarios. Un detalle aparentemente inofensivo, pero que marcó un hito.
Siete meses y 13 días después del funeral, su nieto Joaquín Guzmán López, a quien doña Consuelo apodaba Mi Güero Moreno, fue detenido por autoridades de Estados Unidos. Junto a él estaba la leyenda del narcotráfico, El Mayo Zambada, quien al descender de una aeronave Beechcraft King Air en Santa Teresa, Nuevo México, terminó con más de setenta años de vida en libertad. El doble arresto desató una oleada de hipótesis: “entrega pactada”, “rendición inevitable”, “aprehensión extraordinaria” o bien “alta traición”. Las cuatro son tan posibles como inverosímiles.
La última versión es la historia que sostiene el abogado del capo mayor, Frank Pérez: que Guzmán López se aprovechó de la endeble salud de su “padrino”, como se hablaban entre sí, para secuestrarlo y torturarlo con el fin de llevarlo a la Unión Americana, donde estaban dispuestos a pagar una recompensa de 15 millones de dólares por su cabeza. De ser cierto, sería el más reciente complot en la historia del Cártel de Sinaloa.
De hecho, sería la sexta y última conspiración –han contado fuentes militares a MILENIO– desde la fundación del grupo criminal entre 1985 y 1989 tras la detención de Miguel Ángel Félix Gallardo, El Jefe de Jefes, quien desató la furia de la DEA por ordenar el secuestro y asesinato del agente antinarcóticos Enrique Kiki Camarena.
El Chapo y El Mayo habían logrado mantener una estructura unificada alrededor de su creación a pesar de los complots y rompimientos contra los Arellano Félix en 1993, contra los Carrillo Fuentes en 2004, contra los Beltrán Leyva en 2008, contra Rafael Caro Quintero en 2004 y hasta contra Dámaso López en 2017 después de la extradición del también apodado 701. Pero contrario al refrán que dice, lo que no te mata te hace más fuerte, con cada daga en la espalda el Cártel de Sinaloa fue perdiendo vigor.
Para el invierno de 2023, el Cártel era tan sólido como los jirones de una correa que alguna vez soportó las más duras tensiones. La Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) ubicó, al menos, cuatro escisiones y una última esperanza de unificación: que alguno de esos grupos que alguna vez fueron aliados lograría que los demás lo reconocieran como líder. Es decir, volver a ser cártel y no un enjambre de brazos armados desorganizados.
Esa esperanza se evaporó el pasado 25 de julio, cuando El Mayo fue detenido. Al pisar suelo estadounidense se activó una mina terrestre que hizo estallar al cártel en mil pedazos.
En el cajón de los secretos del Ejército estaba bajo llave un diagnóstico que el grupo de hackers Guacamaya Leaks extrajo y puso a la luz hace un par de años: sin El Chapo el Cártel de Sinaloa ha sufrido desde 2019 una guerra interna que amenaza con acabarlos.
De acuerdo a los documentos, Los Chapitos reclamaban que la estructura delictiva que construyó su padre les tocaba por herencia; El Guano creía lo mismo, por la relación sanguínea de ser hermanos; El Mayo aseguraba que la jefatura le tocaba por antigüedad y ser cofundador; mientras que otros grupos, como el Cártel de Caborca o Los Salazar reclamaban sus feudos locales por las ganancias que generan el tráfico de drogas, armas y migrantes indocumentados.
Cada astilla fortaleció a sus propios ejércitos para pelear por esa posición anhelada: surgieron Los Flechas MZ, Los Rusos, Los Pelones, Los Gorilas, Los Delta, Los Mata Salas, el Cártel del Guano, La Plaza y más. Y donde antes la gente presumía que sus municipios estaban tranquilos porque sólo los “gobernaba” el Cártel de Sinaloa y nadie más les peleaba los territorios, de pronto se vieron atrapados entre balaceras.
Cada escisión añadió uno o varios renglones a la lista de “brazos armados” que hoy conocemos. Tienen el mismo origen, pero enfrentados entre sí. Y con cada grupo tirando por su lado, cualquier deslealtad romperá al cártel para siempre.
Esa realidad tan endeble inició en el invierno pasado. Un paro respiratorio acabó con la vida de Consuelo Loera y con su última exhalación se fue la posibilidad de que familiares y viejos aliados se sentaran pacíficamente, alrededor de su famoso plato de machaca, para dirimir sus diferencias.
Desde ese funeral, a los Chapitos, Mayos, Dámasos, Guanos, Salazares, Caborcas y demás los une solo la denominación de origen, la del Cártel de Sinaloa. Tan unidos como Caín y Abel, aunque compartieran cuna. México no lo supo el 11 de diciembre del año pasado, pero en La Tuna se estaba haciendo historia nacional: el Cártel de Sinaloa comenzó a morir para convertirse en un reguero de pedacitos.
Un reportaje de Milenio Diario