Vestida de blanco, en una camioneta descapotada, Violeta Barrios de Chamorro entró al viejo Estadio Nacional entre aplausos de una multitud que agitaba las banderas. No las rojinegras del sandinismo sino blanquiazules, como la enseña nicaragüense. En el escenario, la aguardaba el todavía jefe de Estado, Daniel Ortega, con una camisa estampada roja y un pañuelo al cuello, de un lado rojo, del otro negro. Era el 25 de abril de 1990. El comandante le impuso la banda presidencial sin remilgos.
Algunos se sorprendieron de que entregara el poder con compostura, a pesar de que él había llegado por medio de una revolución armada. Pero más inesperada había sido la victoria de quien hoy todavía es conocida como ‘doña Violeta’. La ganó de forma muy amplia –54% contra 40% –, a pesar de que las encuestas le adelantaron una derrota; y también porque era una mujer, la primera presidenta electa de América Latina.
Otras la habían precedido como jefas de Estado o de Gobierno, pero ninguna había llegado a la Presidencia por el voto mayoritario de su pueblo, sino en reemplazo de algún hombre. En 1974, María Estela Martínez de Perón sucedió a su propio marido, Juan Domingo Perón, cuando murió.
La argentina ejerció el cargo solo por 21 meses, más que otras que encabezaron el Poder Ejecutivo en reemplazo de alguien más: tres haitianas (todas por un año o menos, en 1990, 1995 y 2008); dos bolivianas (por periodos similares, en 1979 y 2019), una ecuatoriana (por unos meses, en 1997) y la actualmente en funciones Dina Boluarte en Perú, desde diciembre de 2022, tras la polémica destitución de Pedro Castillo.
Apoyada por Estados Unidos, como salida de la guerra contrarrevolucionaria financiada por Washington durante los años ochenta, Violeta Barrios parecía tener el compromiso necesario para un pueblo que había sufrido demasiado y necesitaba urgentemente la paz. En su programa no había temas propios de una agenda de género. La viuda del reconocido periodista asesinado Pedro Joaquín Chamorro, en palabras de la escritora Gioconda Belli, “fue capaz, usando su sencillez y su manera de ser mujer, de reconciliar, y maternizó a Nicaragua”.
Es el antecedente relevante pero todavía no el disparador de una época de presidentas, que tardó nueve años en empezar, con lentitud, hacia el cambio de siglo.
Todavía unos años más, la siguiente fue Mireya Moscoso, en Panamá, comenzó su mandato popular en 1999 –dos años después de la salida de Barrios– y lo terminó en 2004 sin haber sido acompañada por alguna mandataria en otro país.
Su caso sí anticipó la forma femenina del participio activo de presidir: si el periódico La Prensa, propiedad de la familia Chamorro, proclamó en mayúsculas de color azul “VIOLETA PRESIDENTE”, los medios del estrecho interoceánico se acostumbraron a escribir “presidenta Moscoso”.
En 2002, solo 12 años después de haber entregado el poder tras ser derrotados en un plebiscito y en unas elecciones presidenciales, los militares chilenos del exdictador Augusto Pinochet tuvieron que soportar que ocupara el Ministerio de Defensa alguien que no sólo era una mujer civil –una pediatra–, sino además hija de un general que, por haberse mantenido leal al gobierno democrático de Salvador Allende tras el golpe militar de 1973, fue torturado y asesinado por soldados.
Militantes socialistas, Michelle Bachelet y su madre fueron detenidas y torturadas por la Dirección Nacional de Inteligencia, antes de que, gracias a la deferencia que todavía les daban por su relación familiar con el alto oficial martirizado, les permitieron marcharse al exilio. La joven regresó a luchar contra la dictadura; ya en democracia, hizo carrera política en el Partido Socialista; en el año 2000 fue nombrada ministra de Salud, luego de Defensa y, en 2006, venció al candidato pinochetista Sebastián Piñera para convertirse en la primera presidenta de Chile.
Antes que Bachelet, durante 182 años de república, 46 hombres habían gobernado Chile. “¿Quién lo hubiera pensado, amigas y amigos?”, preguntó al declararse su victoria.
Siempre sintiéndose superior a Chile, rumiando en silencio los avances del alargado y estrecho vecino, Argentina siguió el ejemplo un año después. En este caso, a manera de continuidad: el presidente Néstor Kirchner renunció a buscar la reelección y le cedió la candidatura a su esposa, la exdiputada, exconvencionista constituyente y senadora Cristina Fernández de Kirchner.
El matrimonio representaba al peronismo. O a un sector identificado con el centro-izquierda, dentro de ese paraguas de contradicciones ideológicas que es el peronismo. Kirchner murió inesperadamente, de un paro cardiorrespiratorio, en 2010, tras lo cual Fernández logró la reelección hasta imponer una marca de ocho años consecutivos de gobierno, que terminaron en 2015. Un récord entre presidentas, porque hizo énfasis en ser llamada así.
Mientras tanto, en Costa Rica, Laura Chinchilla, alcanzó la presidencia en 2010. Otras tres mujeres lo habían intentado en los años noventa en su país. Lo logró con 46% de los votos, como candidata del partido en el poder, el de Liberación Nacional.
En Brasil, a fines de ese año y con el mismo porcentaje que Chinchilla en la primera vuelta (que subió a 56% en la segunda), Dilma Rousseff también cabalgó a la victoria desde el oficialismo. Pero contrastaba con su par costarricense, educada en una universidad de élite estadounidense, exguerrillera que fue torturada y encarcelada tres años por la dictadura militar, Rousseff formó parte como ministra de Minas y Energía, y luego jefa de gabinete de los gobiernos del exlíder sindical Luiz Inácio Lula da Silva.
En ese sentido, Rouseff es más parecida a Bachelet, una comandanta suprema particularmente incómoda para las fuerzas armadas, quien regresó al poder chileno en 2014: había completado el periodo 2006-2010, dejó pasar el cuatrienio del derechista Sebastián Piñera, para ganar un segundo mandato.
La continuidad de presidentas abierta por Bachelet en 2006 terminó con ella misma en 2018, con una duración de 12 años.
Esta fase tuvo clímax en 2014, cuando cuatro mujeres votadas por el pueblo (de las que tres provenían de las izquierdas y de los países más grandes de América Latina, salvo México y Colombia), gobernaban simultáneamente Argentina, Brasil, Chile y Costa Rica: es el periodo en el que las políticas de la región llegaron a acumular mayor poder. Pero para 2019 no quedaba ninguna.
De las seis que hubo, cada una tuvo una suerte muy distinta: Laura Chinchilla y, con un perfil más bajo, Mireya Moscoso han desarrollado un activismo conservador en foros internacionales, e incluso la primera quiso ser candidata a dirigir el Banco Interamericano de Desarrollo en 2020, pero declinó al no obtener el apoyo del entonces presidente Donald Trump.
Violeta Chamorro, ya de 94 años, languidece enferma en Costa Rica, tras haber abandonado una Nicaragua que se ha vuelto una dictadura bajo Daniel Ortega, el mismo que hace 34 años le entregó el poder, que luego metió a sus hijos a la cárcel y después los envió al exilio forzoso.
Cristina Fernández regresó al poder en Argentina, como vicepresidenta, de 2019 a 2023, pero ahora enfrenta varias causas judiciales en su contra, que ella atribuye a una persecución política, bajo el gobierno ultraderechista de Javier Milei.
Dilma Rousseff logró la reelección en 2014 pero dos años después, enfrentó lo que considera un golpe de Estado legaloide que la apartó del poder, para dar lugar a los mandatos también extremistas de Michel Temer y Jair Bolsonaro. Encarcelado por un fiscal en un proceso amañado, Lula logró su libertad para competir contra Bolsonaro y vencerlo en 2022. Rehabilitada políticamente, Rousseff es ahora presidenta del Banco de los BRICS.
Mientras que Michelle Bachelet pasó a ocupar importantes cargos en organismos internacionales, y ahora… antes de ir a eso, otras mujeres tomaron la batuta.
Claudia Sheinbaum y una segunda ola de mujeres presidentas
La sequía de mandatarias se prolongó hasta 2022, cuando Xiomara Castro la rompió en uno de los países más pequeños del continente, Honduras.
Enfrentó condiciones muy difíciles, en un país históricamente trastornado por proyectos económicos y militares estadounidenses: su marido, Manuel Zelaya, había ganado la presidencia en 2006 con un programa de izquierdas, pero en 2009 fue derrocado con un golpe de Estado apoyado por Washington.
La Casa Blanca también respaldó sucesivos gobiernos fraudulentos, incluido el de Juan Orlando Hernández, por ocho años hasta que éste dejó el poder y, ya sin utilidad política, fue apresado y extraditado a Estados Unidos; en junio de 2024 fue condenado a 45 años de cárcel por narcotráfico.
Xiomara Castro fue tres veces candidata presidencial del partido Libertad y Refundación, creado en 2011, a partir del movimiento de protesta contra el golpe. La primera en 2013; la segunda, en 2017, cuando declinó para construir la Alianza de Oposición contra la Dictadura, con Salvador Nasralla como aspirante.
Sin embargo, Juan Orlando Hernández se aseguró la reelección con un fraude, señalado por la Organización de los Estados Americanos, y una represión que dejó al menos siete muertos. En enero de 2022, finalmente, Castro tomó posesión como presidenta, gracias a su victoria con 51%.
Todavía en ese momento, en ciertos sectores en México se aseguraba que el país no estaba preparado para votar por una mujer para la presidencia.
Pero hacia fines de 2023 quedó claro que lo considerado improbable iba a ocurrir: tanto el oficialismo como la alianza de oposición escogieron candidatas mujeres, con un hombre que siempre se mantuvo en un lejano tercer lugar: 87% de los votantes sufragó por una mujer; 60%, por Claudia Sheinbaum, la novena presidenta de América Latina elegida a través del voto popular.
Después de Xiomara Castro, Claudia Sheinbaum, que forma parte de una generación de mujeres que ya en 2018 logró la plena paridad de género en los Poderes Ejecutivo y Legislativo, y prácticamente también en el Judicial, le da continuidad a una nueva era de presidentas que aspira a hacerse permanente, sin más interrupciones.
La siguiente podría estar, de nuevo, en Chile. Y ser Evelyn Matthei, posible candidata de la derecha. O… por tercera vez, Michelle Bachelet. Ella dice por ahora que no, que “está en otra vida”, que las izquierdas necesitan rostros nuevos.
Pero las encuestas tienen otros datos.